El pueblo argentino –ese pueblo del que sabemos que todavía existe porque se ha pronunciado vigorosamente en la “maravillosa manifestación del retorno” (ver al respecto nuestro artículo anterior)-, permanece bajo asedio, sin organización política, sin proyecto de nación y resistiendo ante los innumerables “derechos a la muerte” que proclaman los administradores de la Agenda 2030.
¿Dónde podremos reencontrarnos, pues, con nuestro pueblo si sus manifestaciones políticas son por ahora tan intermitentes y espaciadas en el tiempo? Ya en una situación análoga, Walter Benjamin sentenció lacónicamente: “en ausencia de lo político, ético es lo estético”. Es así que siguiendo su aguda aunque críptica observación, nos dirigiremos en este programa a buscar el rastro, la huella de lo popular en la dimensión estética de la cultura, no en la política. Claro está que no la encontraremos en las producciones condescendientes con los designios del poder mundial. Por el contrario, tendremos que hacer un esfuerzo y tratar de escuchar la voz de los que no tienen voz, de quienes teniendo qué decir, no lo hacen a través de los medios públicos ya que sus obras no legitiman el orden establecido.
Volviendo a la frase de Benjamin, conviene hacer algunas especificaciones. En primer lugar, nuestra región toda –a Iberoamérica me refiero, no sólo a la Argentina- posee una tradición estética muy diferente a la de la Alemania de entre guerras, en la cual escribía dicho autor. Nosotros tenemos nuestros propios pensadores que han dado cuenta de los problemas de nuestra existencia con conceptos que apuntan al corazón mismo de estas tierras. Empecemos pues, por recurrir a algunos de ellos.
Para empezar, recordemos el concepto de “lo real maravilloso” divulgado por el escritor cubano Alejo Carpentier. Hicimos alusión a él en el programa inaugural. Decíamos que la reaparición del pueblo argentino en ocasión de la obtención del título mundial de futbol, resultaba disruptiva respecto de los designios del CFI. Aunque no existió en dicha oportunidad un pronunciamiento político explícito, tal manifestación se produjo en torno a valores muy diferentes y antagónicos a los promovidos en el marco de la Agenda 2030: no había pañuelos verdes ni celestes, solo flameaba la bandera argentina y relucían una variedad sin fin de accesorios con sus colores, festejaron por igual quienes adscribían a un partido político u otro, tanto los liberal-progresistas como los tradicionalistas, no existía antagonismo entre hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, etc. Es decir, los designios de confrontación entre parcialidades que promueve el CFI fueron dejados de lado para recordar felizmente que “todos somos Argentina”, nombre que tomó nuestro programa. Así mismo, frente al temor al otro y al consecuente aislamiento en las profundidades de la individualidad estéril y vulnerable en el que muchos habían vivido hasta entonces –recuérdese el COVID-, primó la alegría del encuentro y el orgullo de pertenecer a una misma nación. Incorporamos a nuestros hijos, recordamos a nuestros mayores y manifestamos la identidad de un pueblo palpitante y esperanzado que desconoce radicalmente ese sentimiento trágico de la vida que tanto ha favorecido a la imposición de los intereses foráneos.
¿Por qué calificamos este acontecimiento como “maravilloso”? Porque manifestaba símbolos, valores y prácticas comunitarias absolutamente disruptivas respecto de la realidad, tal como es definida por quienes ejercen el poder. Y a partir de ahí quedaba al descubierto que nuestra existencia actual como comunidad pertenece al orden de lo real-maravilloso. Como veremos, vivimos cotidianamente con un pie en lo “real” y con otro en lo “maravilloso”, digamos. Si miramos bien, existen otras expresiones del orden de lo “maravilloso” en nuestra vida cotidiana que no requieren la existencia de una manifestación masiva para producirse. Ya analizaremos este punto oportunamente.
Veamos otra perspectiva que amplifica el concepto de estetización de la ética –y por consiguiente de la cultura-, de Benjamin. Se trata del concepto de “barroco americano”. Para el escritor -también cubano- José Lezama Lima, el barroco americano es “el arte de la contracultura”. Su compatriota Severo Sarduy amplía el concepto observando que a lo largo de la historia de nuestra América, la estética barroca ha aparecido y reaparecido para desvirtuar los designios del asediante cuando no resulta posible confrontarlo en el terreno político. El artificio, la sustitución, la proliferación de significantes, la parodia y otros, son recursos con los que la literatura y el arte barroco intentan expresar que la realidad no lo abarca todo, que más allá existen subjetividades que ven el mundo de una manera diferente pero permanecen en las sombras.
Ampliando aún más el concepto de barroco, el ensayista ecuatoriano Bolívar Echeverría se coloca en la línea inaugurada durante la primera mitad del siglo XX por el escritor español Eugenio D´Ors y Rovira, al sostener que las producciones artísticas y literarias del barroco solo expresan un aspecto en particular de la cultura, la cual es barroca en su totalidad. Y pasa a hablar –junto con Benjamin- de una ética estetizante. Los cuatro ethe que postula son: el clásico, el romántico, el realista y el barroco.
Ciertamente, tal concepto resulta muy ilustrativo de nuestro medio cultural actual donde se observa una contundente estetización de la política popular. Por una parte, la defensa de modelos ideales y el celo puesto en mantener la referencia a ellos, caracterizaría al ethos clásico. Es igual si se adopta un modelo foráneo (p. ej. ¡Cuánto le falta a Buenos Aires para ser como New York!), o un modelo pasado (p. ej. ¡todo andaría mejor si se hicieran las cosas como en tiempos de Perón!). Ambos ejemplos, aunque de signo muy diferente, trasuntan por igual un sentido trágico de la existencia ya que la dimensión política –es decir, la práctica de dirigirse a la realidad para transformarla y no sólo para enunciarla- no se encuentra presente en ellos. Al respecto, para quien sostiene un ethos clásico, sólo queda contemplar pasivamente cómo la realidad degenera, es decir, se aleja del modelo ideal.
Por otra parte, el ethos barroco se caracteriza por dos tendencias contrapuestas: el desencanto con la realidad que le ha tocado en suerte a uno vivir y la afirmación simultánea de lo existente como insuperable. Pero lejos de la inacción, el barroco ejerce una irrefrenable y vertiginosa voluntad de forma, sostiene Echeverría. Es decir, practica una actividad iconoclasta frenética, dirigida a destruir todo modelo al alcance de la mano, cualquiera sea su signo. Además, lo hace no sólo hasta su destrucción total sino que, siguiendo las líneas por las que se fuga del modelo, alcanza el vacío para caer en el abismo, en el horror de la nada existencial que su misma acción ha dado como resultado. Claro, no se trata de una profunda subversión de la realidad, sino de una acción desplegada sobre la superficie, o sea, practica un como sí transformara algo, aunque lo que ocurre en verdad es que no transforma nada, solo modifica la apariencia de las cosas para expresar el malestar que suscita esa realidad que en verdad no se está dispuesto a transformar.
Rescato los conceptos mencionados por dos razones de muy dispar importancia. Por una parte –lo menos importante- es que pueden ser aplicados a la caracterización de las opciones políticas que se nos ofrecen hoy día. Claramente, el liberal-progresismo practica una ética –o una estética, es lo mismo- “barroca”. El afán puesto en destruir los modelos identitarios del pueblo argentino, ya sea en lo concerniente al lenguaje o los símbolos nacionales –bandera wipala, Evita abortera, concepto de género, proclamación de la “matria” en lugar de la “patria”, etc.- manifiesta ese ethos precisamente. Claro, en el terreno político quienes lo practican resultan funcionales al CFI –idiotas útiles los llama el magnate George Soros-, ya que facilitan la labor de disolución cultural que hace más dóciles a las personas a aceptar los designios ajenos. Pero lo mismo sucede, aunque de otra manera, con los sectores conservadores. Quienes practican un ethos clásico resultan estériles en el terreno de la política popular, ya que el solo hecho de evocar los valores y la doctrina política peronista no garantiza por sí mismo la reversión de la situación de sometimiento en que nos encontramos. La prueba está en que por más eficaz y elocuentemente que defiendan esos eximios valores, solo atinan a crear nuevos partidos políticos que engrosan un sistema abocado en su totalidad a la gestión de los intereses del poder mundial.
Pero como dije, esto es lo menos importante. Lo más importante es que entre los resquicios de esta marabunta de voluntades estetizantes siempre aflora “el demonismo vegetal del continente”, como diría Rodolfo Kusch. Es decir, sigilosa, casi imperceptiblemente aunque de forma continua e incansable, se desplaza entre las rajaduras e imperfecciones del sistema –que siempre las hay-, lo maravilloso, lo que subvierte el orden de cosas existente, aunque sólo se trate de hechos proto-políticos. Y claro, donde más fácil resulta encontrarlo es en nuestras propias vidas, porque seguramente ahí está, aunque no nos fijemos en ello, aunque debamos desoírlo para poder cumplir con nuestras obligaciones sociales. Pero también podemos decidir tomar conciencia de su existencia. En definitiva está en cada uno de nosotros, estimado oyente, si queremos mirar la vida de modo de encontrarnos con lo maravilloso que hay en ella. Claro, para reencontrarnos quizás haya que atravesar un intenso periplo. Ya abordaremos este punto en el próximo artículo.
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