En el programa de Nuestra América del día 11.10.22, titulado El Vacío Existencial y sus Remedios, abordé lo concerniente a esa vivencia característica de nuestro tiempo que es el vacío existencial. Sostuve que ella representaba la expresión de la crisis de la cultura occidental a nivel del individuo, definí la “subjetividad sujeta” o “personalidad borderline de nuestro tiempo” como una reacción adaptativa a la situación de asedio mediático y dejé señalado que de allí derivan varias de las patologías mentales más frecuentes.
Hoy toca ver la contracara de dicho problema, que es cómo imaginamos la salud posible, un tema que –lo digo de antemano- se encuentra ligado estrechamente al de cuál es el país al que aspiramos. En este sentido, tanto a nivel individual como colectivo, resulta factible afirmar que donde no hay proyecto de nación, tampoco hay salud posible. Y ciertamente, para que exista un proyecto de nación, así como para alcanzar la salud, es necesario imaginar tanto al uno como a la otra.
Y si de imaginar se trata, como lo han señalado diversos autores –Clifford Geerz, Paul Ricoeur, Gastón Bachelard-, el imaginario requiere un nivel de análisis particular y diferenciado del social, del cual habitualmente no se lo distingue, perdiendo de vista su lugar y función en la cultura. En este contexto, tanto la nación como la salud poseen una condición simbólica antes que política o social y, en tanto tal, aparecen hoy, al igual que lo sucedido en el pasado, como posibilidad de crear un futuro del cual actualmente carecemos.
Y sí, eso opino: carecemos de futuro. Reaccionar ante la agenda globalista denunciando su inhumanidad o describiendo el itinerario del exterminio que va dejando a su paso, permite tomar conciencia del mundo en el que vivimos y alertar acerca de la condición ominosa del futuro que nos espera, pero nada dice acerca de una alternativa. Para encontrar tal alternativa debemos interpelar una vez más –como ha ocurrido tantas otras veces- a símbolos como la salud o la nación, los cuales nos “hablaran” acerca del futuro posible si es que logramos formular las preguntas adecuadas. Claro, esta vuelta sobre los símbolos requiere la utilización de un lenguaje diferente al cotidiano dejando de lado las palabras o imágenes que describen lo existente. En su lugar cabe recurrir a aquellas otras que son propias de la creación de los discursos, las cuales postergan lo real en aras de lo posible, es decir, nos muestran mundos alternativos, inexistentes, pero que por ser deseables, motivan las voluntades inclinándolas hacia la acción, dando un norte a la política y proveyendo coherencia al conjunto de los campos culturales que al mantenerla como referencia, adquieren un sentido unívoco y singular.
¿Y de qué otro modo podemos nombrar a este lenguaje creativo, innovador, motivador, que como lenguaje poético? La poesía, más allá de un género literario, constituye la teoría de generación de los discursos (Geertz), es decir, estudia la función creativa del lenguaje. La cuestión central será entonces considerar la capacidad que podamos desplegar de pensar con proyección futura, o, para decirlo en su justa dimensión, de dotar a la salud posible del vigor poético necesario.
Y si de imaginar el futuro se trata, entramos decididamente en el campo de la utopía. El concepto de utopía remite a la idea de un lugar inexistente -un “no lugar”, según la etimología. Ella constituye uno de esos “sistemas simbólicos generales” capaces de transformar el sentimiento en significación y de hacerlo así socialmente accesible. Utopía es configuración imaginaria de una sociedad inexistente y anhelada convertida en idea de futuro, en proyecto, en referencia orientadora de la praxis en sus múltiples manifestaciones culturales. Utopía es también una idea rectora que nos permite pensar la historia sin convertirla a priori en su propia degradación, en historia de las desviaciones habidas, en sospecha morbosa, persistente y gozosa de su propia esterilidad. Utopía puede llegar a ser finalmente, nuestra propia oportunidad ante el porvenir, o mejor dicho, nuestra oportunidad de convertir el mero devenir en una existencia con futuro.
Me atrae especular acerca de cómo podría presentarse esa poesía que aún no existe. No es mucho lo que puedo prever al respecto, pero de algo estoy seguro: ella se encontrará tendida sobre el horizonte de la unidad iberoamericana. Al menos así ha sido desde la época de San Martín y Bolívar, en el pensamiento de quienes es posible encontrar una importante veta poética. Por eso –dicho sea de paso-, he dedicado mucho tiempo de mi vida a escribir acerca de la historia de la cultura sanitaria de Iberoamérica.
He propuesto hasta aquí “imaginar el futuro”, “interrogar adecuadamente a los símbolos”, etc. No creo poder –sin embargo-, cumplir esta tarea yo solo. Hoy me conformaré con plantear el problema y desplegar un somero análisis. Ciertamente, el surgimiento de esa poética que he mencionado constituye una fase avanzada de un diálogo comunitario que según dije en otra ocasión, no existe actualmente, ya que nuestro lenguaje se encuentra sumamente empobrecido y vaciado de sentido debido a la acción deletérea de los medios de comunicación de masas, el instrumento de asedio cultural más importante con que cuenta el poder mundial. El camino hacia una poética tanto de la salud como de otros símbolos pasibles de anunciar nuestro futuro, comienza por la reanudación del diálogo constructivo entre las personas, lo cual ocurre preferentemente en el mundo real, donde –según hemos dicho- la hipersensorialidad que nos aqueja, puede convertirse en punto de partida para la reconquista del lenguaje significativo.
Por consiguiente, a la espera de los resultados que arrojen las iniciativas que estamos tomando al respecto en “Humos y Espejos”, paso seguidamente a manifestar algunas consideraciones preliminares. En primer lugar, dejaré de lado las principales definiciones existentes acerca de la salud. Considero –siguiendo en esto a Ramón Carrillo- que la definición anglo-sajona de la OMS que reza “la salud es un completo estado de bienestar bio-psico-social y no sólo la ausencia de enfermedad”, es de utilidad limitada ya que no explícita el proyecto de país al que se vincula. No significa esto que tal nexo sea inexistente, sino que es silenciado, ya que se trata del que implementan los socios de la OMS. Por eso Carrillo, ya en su discurso de 1947, en la reunión inaugural del Consejo Directivo de la Organización Panamericana de la Salud, hizo explícito el proyecto que hacía factible la salud de los argentinos que era -claro está- ni yanqui ni marxista, sino peronista. Aunque hoy día estemos muy lejos de estar cumpliendo un proyecto análogo, permanece vigente el hecho de que las condiciones para la salud provienen -como siempre ha sucedido- de la capacidad de organización que la comunidad desarrolle para gestionar soluciones a sus problemas. Después de todo, el único heredero de Perón fue el pueblo, según él mismo dijo.
Por otra parte, la definición de salud como “calidad de vida”, es reduccionista en tanto adopta como referencia el concepto de control de calidad de la producción, siendo que las necesidades humanas exceden con mucho tal condición. Todos los intentos de dominio que se han perpetrado a lo largo de la historia de la humanidad han connotado a ese otro, objeto de dominio, como un ser unidimensional, sea bajo la condición de “bárbaro”, de “antropófago” o de cualquier otra –siempre peyorativa o denigrante, claro está-, pero lo han despojado imaginativamente de su humanidad. El poder mundial concibe actualmente a ese otro como “consumista”, como un ser para el consumo, sin otra verdad, como es de rigor. Pues bien, la salud no puede ser tan solo un corolario de la premisa del consumo.
En síntesis, la salud posible no puede basarse en estas definiciones, así que las dejaremos de lado. Veamos pues una segunda cuestión. ¿Cuál es la perspectiva adecuada para imaginar la salud posible? Quiero decir, diferentes perspectivas temporales conciben el futuro de diferente forma. Cada una de ellas descubre horizontes diferentes que ofrecen diferentes posibilidades. Karl Mannheim fue quien primero tipificó las diferentes perspectivas. Repasemos pues su abanico de posibilidades.
Utilizo el término “poética” como teoría de producción de los discursos. Me refiero a la imaginación poética en el sentido que le han dado Gastón Bachelard en sus obras La Poética del Espacio y La Poética de la Ensoñación y Paul Ricoeur en Finitud y Culpabilidad e Ideología y Utopía. La temática trasunta en ambos autores un intento de rescate de tal forma de imaginación de las garras de diversos tipos de reduccionismo que menosprecian su valor fundante. Bachelard lo hace respecto de la psicología en general y en particular del psicoanálisis freudiano, en tanto considera que la imaginación poética no puede reducirse a sus antecedentes psicológicos; sostiene que junto a la función de lo real, instruida por el pasado, puede postularse una función de lo irreal tendida hacia el porvenir. Ricoeur por su parte, en Ideología y Utopía intenta rescatar a la poesía social del concepto negativo en que se hallaba sumida en el marco del marxismo clásico para reconocer y enfatizar la legitimidad de su presencia en nuestras vidas. Creo que el pensamiento utópico ha sido frecuentemente presa de quienes reproducen en nuestro ámbito los mencionados reduccionismos. Tal conducta ha llevado a su menosprecio sistemático y con ello al apartamiento de los intelectuales respecto de la posibilidad de estimular y jerarquizar la polémica acerca de cuál es la salud que podríamos ambicionar los argentinos de la actualidad. No obstante, reconocida por muchos autores, prácticamente ninguno ha podido dejar de utilizar imágenes utópicas, así fuera de pasada, cuando ha tratado lo concerniente a nuestro futuro. En verdad, tales imágenes aparecen bajo las distintas ópticas como algo exótico o extraño, como un curioso grupo de creencias que logra concitar las voluntades irracionalmente, o incluso se las concibe como reducidas a la condición de una mera ideología tendiente a legitimar un orden social determinado y sobre todo, injusto. Pero, sea cual fuere el concepto que al respecto se tenga, siempre ha aparecido como una necesidad por parte de quienes buscan pensar futuros posibles. Por mi parte, creo que este menosprecio, esta renuencia a reconocer su importancia, parte de la inclinación a cultivar la sospecha antes que la esperanza, de acuerdo con la costumbre ampliamente difundida en Europa e imitada localmente, del tipo de los que Clifford Geertz denomina ideologías. Sin embargo, debido a que poseo el propósito de destacar que los sistemas simbólicos se distinguen de acuerdo con las intencionalidades a las que dan expresión, he adoptado la distinción establecida por Paul Ricoeur entre dos tipos diferentes de sistemas simbólicos: las ideologías y las utopías. De acuerdo con este último autor, las ideologías buscan legitimar lo existente mientras que las utopías -por el contrario- procuran trascenderlo. Esto no obsta para que desde el punto de vista de su estructura, guarden sobradas similitudes. En verdad, ambas parten de símbolos, o sea, de “estructuras de significación en que un sentido directo, primario, literal, designa por exceso otro sentido indirecto, secundario, figurado, que no puede ser aprehendido más que a través del primero”. Y también en ambos casos, a los efectos de permitir la adscripción a ellos de la subjetividad, requieren ser articulados en un conjunto coherente de creencias, luego de ser previamente desarrollados en forma de mitos, o sea de relatos imaginarios cuya función consiste en dar un orden a la experiencia y que tienen lugar en un espacio y tiempo no necesariamente coincidentes con los descriptos por la geografía y la historia.
Excelente!